Me fui cuatro meses para vivir la vida, estoy de vuelta con un texto muy personal pero igual necesario…

El duelo sin tumba
No todas las pérdidas se entierran. Algunas se quedan flotando, silenciosas, entre lo que pudo haber sido y lo que ya no será. No tienen cuerpo ni fecha, ni velorio ni pésame. Pero duelen. Se sienten en el centro del pecho o detrás de los ojos, cuando una amiga anuncia su embarazo, cuando un familiar o alguien cercano pregunta por qué no tienes hijos, cuando el cuerpo deja de menstruar o la vida se instala en otra etapa sin retorno.
Este es un texto sobre futuros que no serán: el de los hijos no tenidos. No necesariamente no deseados, ni siquiera perdidos. Solo no vividos. Un futuro que alguna vez se insinuó—con fuerza o con ternura—y que con el tiempo se deshizo como una posibilidad que se desvanece sin hacer ruido.
No escribo desde la amargura ni desde el arrepentimiento. Escribo desde un lugar de aceptación, pero también de honestidad emocional. Porque aceptar no significa no sentir. Porque estar en paz con una decisión no borra lo que esa decisión dejó atrás. Porque la maternidad, más allá del hecho biológico, es también un relato social que nos atraviesa, incluso cuando decidimos no protagonizarlo.
Este duelo, el de los hijos no tenidos, tiene muchas formas: la del deseo pospuesto, la de la renuncia voluntaria, la de la infertilidad, la del tiempo que pasó sin darnos cuenta. Y a veces, aunque lo elijamos, aunque lo aceptemos, aunque lo abracemos, se aparece en las esquinas menos pensadas, recordándonos que hay futuros que no sucedieron, pero que igual dejaron huella.
Este texto es también un intento por hacer visible lo invisible. Por decirle a otras mujeres que no están solas. Que no están locas. Que no son contradictorias por sentirse tristes por algo que no quieren—o que ya no quieren—. Que no tienen que justificarse ante nadie por ese nudo que aparece a veces en la garganta sin motivo aparente.
Porque cada vez que una mujer reconoce este duelo, sin culpa ni vergüenza, abre espacio para que otras respiren. Y eso, en sí mismo, ya es un acto de sanación colectiva.
Capítulo I. No todos los duelos se lloran en voz alta
El lenguaje tiene una forma curiosa de hacernos sentir que solo lo que se nombra existe. Durante años, muchas mujeres han vivido el duelo por los hijos no tenidos sin saber que eso también era una forma de duelo. Porque no hay palabra oficial, ni ritual, ni día internacional para llorar a quienes nunca llegaron.
Lo que sí hay es un peso. A veces sutil, como una sombra en la espalda. A veces rotundo, como una conversación que no termina de cerrarse. Es el peso de lo no vivido, de la historia no contada, del camino no andado.
Este duelo no tiene edad. Puede comenzar en la juventud, cuando una sospecha que tal vez no quiera hijos y la sociedad insiste en que cambiará de opinión. Puede intensificarse en la madurez, cuando las decisiones, los tiempos o los cuerpos ya no permiten esa posibilidad. Puede doler en la vejez, cuando se constata que la vida tomó otro rumbo y ya no hay retorno.
La socióloga israelí Orna Donath lo explica con precisión en su investigación sobre mujeres sin hijos por decisión o por circunstancia: muchas de ellas no lamentan no haber sido madres, pero reconocen momentos de tristeza por aquello que no vivieron. Porque no hay contradicción entre estar convencida de una elección y, al mismo tiempo, sentir nostalgia por la versión de ti misma que habría sido otra.
Este tipo de dolor también ha sido llamado duelo por un futuro perdido. No se trata de un objeto o una persona concreta, sino de una narrativa posible. Una proyección que nos acompañó durante un tiempo—quizá desde la infancia—y que un día dejamos de alimentar. Pero que aún así nos moldeó, nos inspiró, nos habitó.
Lo interesante es que este duelo puede coexistir con la plenitud. Se puede ser feliz, estar en paz con la vida que se tiene, y aún así sentir la punzada de lo que no fue. Esa es una de las complejidades más hermosas de la experiencia humana: somos capaces de sentir cosas aparentemente opuestas al mismo tiempo.
No es una herida. No es una carencia. Es una memoria emocional de una posibilidad. Y por eso merece ser nombrada.
Capítulo II. La maternidad como mandato y como posibilidad
Durante siglos, la maternidad ha sido uno de los pilares sobre los que se construyó la idea de lo que significa «ser mujer». No solo en términos biológicos, sino como destino moral, propósito de vida, signo de completitud. Aún hoy, en muchas culturas, una mujer sin hijos es mirada con sospecha, con lástima o con condescendencia. Como si faltara algo. Como si no hubiera terminado de llegar a donde se suponía que debía.
Simone de Beauvoir escribió que «no se nace mujer, se llega a serlo», señalando cómo la feminidad se construye socialmente, no solo se hereda. Décadas más tarde, Donna Haraway—en su radical Manifiesto Cíborg—empujó esa idea aún más lejos, sugiriendo que nuestras identidades están entretejidas con tecnologías, ficciones y relatos culturales, que no somos entes fijos, sino ensamblajes vivos. Para Haraway, la figura del cíborg no era solo una metáfora futurista, sino una rebelión contra las categorías que nos dicen cómo se debe ser «mujer», «madre» o incluso «humana».
Desde esa perspectiva, la maternidad no es un mandato natural, sino una posibilidad entre muchas. Una posibilidad poderosa, sí, llena de belleza, entrega y transformación, pero también una posibilidad que no todas deseamos, alcanzamos o necesitamos para ser completas.
Entonces, ¿qué pasa cuando una mujer no transita la maternidad? ¿Deja de cumplir con el guion? ¿Se convierte en una desviación del arquetipo? ¿O simplemente está escribiendo otro relato posible?
Muchas veces, el duelo por los hijos no tenidos no proviene de la falta de un deseo propio, sino de la distancia con respecto a ese guion. De sentir que una parte del mundo todavía nos mira como proyectos inconclusos. De escuchar en reuniones familiares que «aún estás a tiempo», como si el tiempo solo se midiera en función de la reproducción.
Pero si, como propone Haraway, somos cuerpos que se rehacen en relación con sus entornos simbólicos, tecnológicos y afectivos, entonces la maternidad no puede ser el único camino hacia la creación, la trascendencia o el amor profundo. Las mujeres sin hijos también somos cuerpo, también somos red, también somos origen de futuros.
Nuestro duelo, cuando lo hay, no siempre es por la ausencia de un hijo. A veces es por la falta de lenguaje para contarnos a nosotras mismas en una historia que no nos dio lugar. A veces es por no haber tenido las palabras para decir: yo no quiero esto, o para reconocer que queríamos otra cosa, pero la vida dijo no. A veces es simplemente por no haber podido imaginar que otra forma de ser mujer era legítima.
Sin embargo, desde ese mismo vacío, puede emerger una libertad insospechada. La libertad de no tener que repetir. De no ser extensión de nadie. De construir una genealogía no por la sangre, sino por el pensamiento, el cuidado, la creación, la compañía.
Una mujer sin hijos no es un cuerpo sin uso, ni una historia sin legado. Es, quizás, un cíborg en el sentido de Haraway: alguien que se ha ensamblado con las piezas que el mundo le dio, que ha reciclado relatos y desechado los que no le sirven. Alguien que ha dicho: mi humanidad no se mide en nacimientos, sino en presencias.
Y desde ahí, también se puede amar profundamente lo que no fue. También se puede llorar sin vergüenza a la hija imaginaria, al hijo que no llegó, al relato que no encajó. No por vacío, sino por plenitud: porque tuvimos una posibilidad, y elegimos—o la vida eligió—otro camino.
Capítulo III. Las formas que toma el duelo
El duelo por los hijos no tenidos no siempre aparece como una gran ola. A veces llega como un susurro. Como una emoción descolocada en medio de una conversación, como una lágrima que no sabes muy bien por qué. Otras veces es más claro: el dolor de no haber podido, de no haber querido, de haber querido cuando ya no.
Pero hay una forma más sutil y persistente: el duelo por todo lo que no se dijo sobre esto. Por el silencio. Por la falta de lenguaje. Por la ausencia de historias donde mujeres como tú—sin hijos, pero llenas de mundo—sean algo más que notas al pie.
Aquí es donde entra Ursula K. Le Guin. En uno de sus ensayos más luminosos, The Carrier Bag Theory of Fiction, donde desafía la idea de que las grandes historias deben girar en torno a la violencia, el drama y la victoria. Nos dice que quizás la primera herramienta humana no fue una lanza, sino una bolsa: algo para cargar, no para herir. Y con ello, propone que las verdaderas historias no son siempre las épicas, sino las que contienen, cuidan y sostienen.
¿Y si pensáramos la maternidad así? No como una función biológica, sino como una bolsa simbólica. Un espacio que puede estar lleno de cuidados, de creaciones, de vínculos—aún sin un hijo dentro.
Desde esta perspectiva, el duelo por no haber sido madre también puede ser una historia que contiene: no una epopeya de batallas, sino una narración que sostiene, recoge y cuida. Una historia donde no hay combate, pero sí carga. Donde se lleva algo dentro que no es visible, pero pesa.
A veces el cuerpo también habla ese lenguaje. No con palabras, sino con vacíos: un ciclo menstrual que se detiene, una habitación nunca ocupada, una carta escrita a alguien que nunca existió. Otras veces lo habla con símbolos más suaves: las plantas que se cuidan como si fueran hijas, los proyectos que se nutren con la misma entrega, las amigas que te llaman «madre» de lo que juntas están gestando.
Porque una mujer sin hijos no es una mujer sin historias. Puede que no tengamos relatos épicos con nombres y fechas de nacimiento, pero tenemos «bolsas» llenas de vida. Historias de cómo sobrevivimos al mandato. De cómo aprendimos a amar de otro modo. De cómo supimos habitar un rol no nombrado, una maternidad no reconocida.
Y aún así, hay duelo. Porque ese espacio también se pensó para otra cosa. Porque en algún momento imaginamos que allí estaría alguien más. Porque fuimos educadas con el guion de que cuidar era sinónimo de parir.
Pero ahora sabemos que no. Que cuidar puede significar elegir no traer a alguien a este mundo. Que cuidar también es hacer duelo por una decisión sin castigo. Que cuidar es, a veces, no repetir una historia, sino inventar una nueva.
Eso es también lo que quiero decir aquí. Que hay mujeres cuyo río no es biológico, pero sí vital. Que gestamos con otros nombres. Que el duelo por los hijos no tenidos no nos define, pero nos transforma. Nos invita a soltar una historia que no fue y a escribir una que sí.
Capítulo IV. Lo que sí nació
No hay que haber parido para haber dado a luz algo importante. No todas las huellas se imprimen en la piel de un hijo. Algunas se graban en libros, proyectos, conversaciones, jardines, amistades largas, comunidades que una ayudó a sostener cuando todo parecía tambalear.
Hay mujeres que son madres de mundos. De ideas. De espacios seguros. De vínculos que sanan. De cuidados que no tienen nombre. Son esas que no figuran en árboles genealógicos, pero sin las cuales no habríamos llegado hasta aquí.
A veces, en medio del duelo por los hijos no tenidos, llega esta otra certeza: lo que no fue no niega lo que sí fue. Quizás no fui madre, pero fui fundadora de una red. Fui refugio para otros cuerpos. Fui contención para amistades rotas. Fui raíz para quienes estaban perdidos. Fui palabra en el silencio de alguien. Fui comienzo de otra cosa.
El lenguaje común no suele tener palabras para eso. No se otorgan diplomas, ni días festivos, ni fiestas de bienvenida para quienes sostienen el mundo desde las orillas. Pero hay legados que no necesitan altar. Hay maternidades simbólicas que crecen en el tiempo, más allá del cuerpo.
Y eso también es creación.
Vivimos en una cultura que aún premia la productividad medible, cuantificable, contable. Ser madre se convierte en símbolo de «haber hecho algo con tu vida», como si todo lo demás no contara. Como si crear belleza, sostener amistades, cambiar el rumbo de una conversación, haber estado ahí para una persona en el momento exacto, no fueran también gestos fundacionales.
Pero hay quienes elegimos (o aceptamos) otros caminos. No siempre por una causa visible. A veces la vida simplemente se dio así. Y cuando nos damos permiso para mirar con otros ojos, descubrimos que lo que sí nació es enorme, aunque no se nombre así.
Una mujer sin hijos puede ser una madre del lenguaje. De la comunidad. De la disidencia. De la resistencia. De lo que viene.
Puede haber sembrado ideas que florecen en otras. Puede haber sostenido luchas, abierto caminos, tejido redes. Puede haber elegido no repetir una cadena de violencia, y ese gesto—silencioso, solitario, pero inmenso—también es una forma de dar vida.
A veces el duelo se transforma en esta mirada nueva. No para negar lo que duele, sino para abrazar también lo que sí está. Lo que brotó. Lo que creció. Lo que germinó de una semilla distinta.
Este texto no es consuelo, ni resignación. Es una afirmación: lo que no fue no borra lo que fue. Y muchas veces, lo que fue, fue incluso más libre, más profundo, más expansivo.
Capítulo V. Comunidades, ritos y palabras para sanar
El duelo por los hijos no tenidos suele vivirse en soledad. No porque no haya otras mujeres sintiendo lo mismo, sino porque—como escuché una vez por ahí—hay dolores que «quedan suspendidos en el tiempo», sin palabra ni espacio para ser compartidos. Quienes los llevan encima, a veces ni siquiera saben que pueden nombrarlos. Porque no son visibles. Porque no hay un cuerpo que llorar. Porque nadie te dice que tienes derecho a sentir tristeza por lo que nunca sucedió.
Pero toda herida necesita relato. Y todo relato necesita escucha.
Por eso, el primer paso para sanar este duelo es encontrar lenguaje. No uno impuesto desde afuera, sino uno que surja de la experiencia vivida. Decir «me duele algo que no pasó». Decir «no me arrepiento, pero hay días en que me duele». Decir «no soy madre, pero tengo dentro mío una historia que merece ser contada».
Ese acto, en sí mismo, ya es un ritual.
No todas necesitamos un altar, pero muchas sí necesitamos un espacio simbólico: un cuaderno donde escribirle una carta a esa hija, hijo, hije imaginaria, una conversación con otra mujer que nos entienda sin explicaciones, un gesto pequeño como plantar una semilla con su nombre secreto. Los ritos no tienen que ser grandes para ser significativos. Solo tienen que ser verdaderos.
Hay mujeres que, como propone Hélène Cixous, «escriben con el cuerpo», con la ausencia, con el deseo interrumpido. Cuerpos que no parieron, pero que sienten igual. Escrituras que sangran, no porque haya herida, sino porque hay memoria. La escritura, como la palabra dicha en un grupo de apoyo, puede ser una forma de volver a habitarse.
La comunidad, en este contexto, es más que compañía: es una afirmación existencial. Decir yo también puede transformar por completo la percepción de soledad. De repente, lo que parecía una rareza se vuelve espejo. Aparecen otras mujeres que también eligieron no ser madres. O que lo desearon pero no pudieron. O que nunca lo supieron con certeza. Todas ellas con historias distintas, pero con un mismo deseo: ser vistas sin juicio.
Por eso han surgido grupos como Gateway Women, que ofrecen círculos de duelo, retiros, lecturas colectivas y simplemente espacios donde las mujeres sin hijos pueden hablar sin tener que justificar su vida. Jody Day, su fundadora, insiste en que no se trata de convencer a nadie de que su vida «está bien», sino de acompañar el proceso de construir sentido en una cultura que muchas veces niega el valor de una mujer sin descendencia.
También es válido crear tus propios ritos: una ceremonia íntima para soltar, una carta que nunca enviarás, una caminata con una piedra en el bolsillo que luego dejarás en el río. Como decía Zambrano, «el alma necesita símbolos para comprender lo que la razón no alcanza a traducir».
La sanación no llega como una iluminación repentina. Llega como una reconciliación con tu propia historia. Como una manera nueva de contártela. Como un modo de habitar el tiempo sin sentir que te falta algo.
Y si alguna vez el dolor vuelve—porque volverá, como lo hacen las mareas—, no será con el mismo peso. Porque ya habrá lenguaje. Porque ya sabrás que no estás sola. Porque ya habrás creado un lugar para que ese duelo respire sin ser rechazado.
Un duelo con futuro(s)
Hay duelos que no terminan nunca. No porque nos destruyan, sino porque se convierten en parte de lo que somos. Como una cicatriz que ya no duele pero que nos recuerda por dónde pasamos. El duelo por los hijos no tenidos es uno de ellos. No se cura, se transforma.
Y en esa transformación no estás sola.
Es posible que hayas leído este texto sintiendo que alguien por fin puso en palabras eso que te habita desde hace tiempo. Tal vez lo leíste con el corazón apretado, o tal vez en paz, como quien encuentra confirmación de que su vida, tal como es, tiene sentido y dignidad.
Sea como sea, esto es para ti: no estás rota, no estás incompleta, no estás fallando.
No tener hijos no te deja fuera de la historia. Tu vida es parte del tejido. De este tiempo y del que viene. Porque el futuro no lo construyen solo quienes paren, sino también quienes cuidan, quienes sostienen, quienes imaginan, quienes interrumpen los ciclos del daño, quienes se atreven a elegir otro relato sin pedir disculpas.
Así como el coraje no siempre se ve como una gran decisión, sino como una constancia sutil—seguir caminando sin mapa, seguir abrazando sin herencia genética, seguir creando sin haber gestado—, el amor tampoco siempre se manifiesta en descendencia, sino en lo que dejamos en quienes nos rodean: conversaciones, presencias, palabras, silencios.
Si has sentido este duelo, te honra sentirlo. No necesitas esconderlo. No lo conviertas en secreto ni en vergüenza. Nombrarlo es también un acto de ternura hacia ti misma. Reconocerlo es dar espacio a todo lo que eres: la que no es madre, la que imagina, la que duda, la que elige, la que suelta, la que sostiene otras formas de vida.
Quisiera que este texto sea un lazo. Un hilo entre tú y yo—y muchas otras—para que ninguna tenga que pasar por esto en soledad. Para que, si alguna vez te preguntas si hay otras allá afuera que hayan sentido lo mismo, sepas que sí. Que aquí estamos.
Con lágrimas y sin ellas. Con historias truncas y otras en plena floración. Con una forma distinta de gestar y maternar.
Gracias por leer. ¡Nos vemos en el futuro!
No puedo con tanta profundidad en tus palabras Fer, gracias por este regalo, gracias por compartirte, por abrirte, por abrir estos espacios que abren la mente, sin duda podría decir que tú eres una madre de ideas, que nos vas sembrando a mí y a otras personas semillitas (algunas germinan, como cuando te conté como una gruppie el proyecto que me inspiró una de tus conferencias), y como te lo he dicho en diferentes medios, te admiro, te respeto, y hoy te siento, te siento mucho. Gracias por ser.